En el Monasterio de Soto-Iruz, en un rincón cántabro a pocos kilómetros de Santander, la lluvia tomó la determinación de ayudar con su rumor y sus arrullos al recogimiento del zazen; las nubes arroparon el seminario y pintaron una atmósfera íntima que nos acompañó a todos los presentes a lo largo del fin de semana. Puede parecer que no era la mejor de las climatologías, pero en ese espacio cargado de invisibles energías se sentía la paz, paz en los ojos y luz en las sonrisas de aquellas y aquellos que acudieron; tal era la expectación ante la llegada del maestro Dokushô. Unos regresaban empujados por lecciones anteriores, otros se aventuraban por primera vez en la vía recta que se despliega ante nuestros pies cuando tienes a alguien que la ha seguido y te muestra el sendero correcto.
Un pequeño y húmedo rincón, no por ello menos hermoso, un lugar con encanto al que se desplazaron ellas y ellos quién sabe si buscando respuestas a dos preguntas de enorme profundidad para todos los que intentamos avanzar en la práctica: ¿Qué actitud debe adoptar el discípulo con respecto al maestro? ¿Quién puede ser considerado como maestro zen?
Acudir a todo un clásico como Eihei Dogen y a sus palabras anotadas en el Shôbôgenzô es descubrir a un innovador, a un depurador del dharma que legara en su día el Buda Sakiamuni; también supone escuchar ideas de calado sobre cual debe ser la actitud del discípulo o la discípula, su compromiso, la necesidad de que se entregue, no como una forma de servidumbre a un instructor, sino como un acto de amor incondicional, una donación de nuestra esencia interior al dharma luminoso que está depositado en el maestro o la maestra. Por labios de Dokushô sensei, descubrimos la profundidad del mensaje del gran maestro Dogen, fundador en Japón del puro zen Soto, su compromiso con la necesidad de no discriminar, de no establecer categorías; tal verdad le lleva en tiempos tan remotos y convulsos como los del siglo XIII a tomar la pluma para criticar que se aparte a las mujeres de la Vía, a que se niegue su capacidad para ser poseedoras y transmisoras del dharma. ¿Dónde queda la plena realización del Bodhisatva para liberar a todos los seres si se dedicasen a establecer categorías entre esos mismos seres?
El maestro Dokhushô habló con claridad, con una mezcla de profunda reverencia y el aparentemente suave y desenfadado recurso de la anécdota que nos trae la risa, mas lo serio y lo alegre no son más que acentos en un mensaje que llegó a muchos corazones de los allí presentes. Nada de discursos vacíos, muertos en las mohosas hojas de antiguos escritos. Las obras de los maestros del linaje siguen vivas, como vivos son los ejemplos que nos dejan con sus actos, sus anécdotas, sus palabras y los infinitos recursos que poseían para comunicar sin necesidad de palabras.
El mensaje último y de fondo es el hecho de que la transmisión de la ensañanza que descubrió para la humanidad el Buda Sakiamuni es una transmisión individual, de maestro a alumno, sin dejarnos distraer por lo accesorio; para ser guiados en la Vía, ¿qué puede importar el aspecto físico de nuestro maestro o maestra? ¿qué pueden importar sus debilidades de carácter, su mejor o peor temperamento?. Dokushô sensei, con atinada simplicidad, nos dibujó una imagen clara para ejemplificar esta idea: si la luz de una llama es el dharma, ¿qué nos puede importar el tamaño, el color, la belleza o fealdad de la vela que soporta esa llama?
Mas no todo fueron imágenes idílicas, el maestro también nos advirtió sobre las dificultades que se viven en estos tiempos, no es necesario viajar al siglo XIII ni trasladarse al Japón feudal para encontrar obstáculos. Hoy, a nuestro alrededor, el enorme culto al individualismo que vive la llamada Civilización Occidental, la entronización del yo, son un enorme coloso que se interpone en la realización del camino. Se hace difícil escapar de ese culto al individuo como valor supremo, al tiempo que, paradójicamente, la presión del grupo, de lo social, mantiene miserias como la desigualdad, la injusticia, la explotación o el culto a lo que se tiene por encima de lo que se es. La discriminación ha sido aposentada en un trono dorado, y así crece uno a costa de los otros, así se establecen categorías, diferencias, injusticia en último término. Diques que impiden el fluir de la luz.
A ello se añade la falta de referencias que tenemos los y las occidentales respecto a la relación entre maestro y alumno, se hace difícil conocer la esencia y el significado último del raihai, la veneración y entrega incondicionales del discípulo para ser convenientemente conducido por su maestro, relación con una larga tradición en la espiritualidad oriental pero sin referencias, al menos recientes, en Occidente.
Entre lecciones y sesiones de zazen fue transcurriendo el fin de semana, arrullados por la lluvia durante el día, acunados por ella en el sueño de la noche. Pero puesto que todo tiene un principio y un final llegó el domingo, la lección magistral tomó forma de coloquio y la práctica se adornó con un último zazen. Los cielos se pusieron de acuerdo y cesó la lluvia para permitir unas fotos de la sangha con el maestro en pleno claustro del monasterio. Fue el momento para una última y exquisita comida entre el animado charloteo, signo de la felicidad que tomaron los corazones. Dokushô sensei se despidió sonriente y se marchó solo, sin dejar huella… pues bien sabido es que las huellas del corazón son invisiles y los corazones que llegaron al lluvioso Soto-Iruz la tarde del viernes no parecían ser los mismos que dejaron el sagrado lugar avanzado el domingo. Tal vez no fuesen corazones libres de los nubarrones del sufrimiento, pero no había ignorancia capaz de impedir ver los claros entre esas nubes, esos luminosos claros que están al alcance de nuestra voluntad y entrega, de nuestra capacidad para ser discípulas y discípulos, si es que así lo decidimos.